ARCHIVO SECRETO. EL DIA QUE ME TENGA QUE PRESENTAR DELANTE DE DIOS. PARTE 1°, 2° Y 3°
Bien dice el refrán “el que nada debe, nada teme”. Siempre el tema de lo que vendrá después de la vida nos asusta y nos inquieta, precisamente por no saber con claridad lo que pasará. Muchos son los pseudo-profetas que han pronosticado el fin del mundo con su implacable prefiguración de terremotos y momentos de sufrimiento y dolor. ¿Cuándo será? Nadie lo sabe. El mismo Jesús dijo que no sabemos ni el día ni la hora; pero sí sabemos que inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular, donde cada alma recibe el premio o castigo que sus obras merecen.
¿De qué se nos juzgará? Dios nuestro Señor nos juzgará sobre: las cosas buenas que hemos hecho, incluidos los buenos deseos; las cosas que hemos dejado de hacer (omisiones); sobre las cosas malas que hayamos hecho, incluidos los malos pensamientos; y por último, las consecuencias de nuestros actos. Por eso el Señor nos invita siempre a hacer el bien en esta vida, a estar vigilantes y a cumplir en todo Su Voluntad. Les comparto en tres partes estas reflexiones que espero nos ayuden a todos a meditar, sobre esta verdad eterna.
“No me acuerdo muy bien cómo sucedió, entre medio dormido y medio despierto, de repente me vi dentro de una sala. No existía nada de interesante en ella, solo una pared llena de cajones para tarjetas. Aquellos tarjeteros que tienen en las bibliotecas públicas, de archivo de libros, etc. Ya te imaginarás, mi sorpresa, y ¿yo qué hago aquí?
Pero estos ficheros, iban del piso hasta el techo. Parecían no tener fin y tenían títulos muy diferentes. Cuando me acerqué a estos archivos, el primer título que me llamó la atención fue:
“Amigos que conservé”.
Abrí y comencé a ver las tarjetas una a una, para luego cerrar el cajón, sorprendido por reconocer los nombres allí escritos. Luego, sin necesitar que nadie me dijera, descubrí dónde estaba. Esta sala sin vida era, en realidad, el catálogo de mi existencia. Todo estaba allí…
Estaba todo organizado por mis hechos, todos mis momentos, grandes y pequeños, en detalles que mi mente no podía acompañar. Una gran curiosidad y sorpresa, con un cierto temblor, invadió mi interior al abrir cada cajón para mirar su contenido.
Algunos recuerdos me trajeron bellas alegrías. ¡Ay aquellos momentos felices. Otros de mucha vergüenza! Pero tanta, que miré hacia atrás para ver si había alguien que pudiera verme. El archivo titulado “Amigos que conservé” estaba al lado del archivo: “Amigos que traicioné”.
Los títulos iban desde las cosas más sencillas hasta las más complicadas: “Películas que vi”, “Libros que leí”, “Mentiras que conté”, “Consejos que di”, “Chistes de los cuales me reí”. Algunos ni siguiera los podía creer, como: “Insultos que grité a mis hermanos”.
Varios no eran para nada graciosos: “Cosas que hice en mis momentos de rabia”, “Personas que insulté”, “Palabras duras que dije contra mis propios padres a sus espaldas”. Más me sorprendía con cada tarjeta que sacaba. Algunos archivos tenían más tarjetas de las que esperaba.
Yo estaba perplejo por la cantidad de cosas que hice durante mi corta vida y otras que debería haber hecho y no hice. Muchas tarjetas hablaban de mis omisiones. ¿Cuántas cosas dejé de hacer por descuido y pereza?, ¿cómo pude haber tenido tiempo para escribir esa cantidad incontable de tarjetas, y una más exacta que otra? Pero cada tarjeta confirmaba una verdad. Cada una de ellas yo mismo las había escrito de mi propio puño y, en todas ellas estaba mi firma confirmando los hechos.
Encontré luego el archivo titulado “Pensamientos sensuales”. Sentí a manera de un aire frío bajando por todo mi cuerpo. Abrí el cajón solo 2 centímetros, pues me dio miedo ver su extensión y saqué una tarjeta. Quedé paralizado con su contenido… ¡Qué vergüenza!
Me sentí muy mal al saber que esos pensamientos habían sido registrados. Sentí mucha rabia de mi mismo. Y pensé: “¡Nadie debe saber de la existencia de estas tarjetas!, ¡nadie debe de entrar en esta sala!, ¡necesito destruir todo esto!”
Con rápidos y locos movimientos tiré varios cajones. Salían metros y metros de ficheros que parecían no tener fin. Pero no me importaba su tamaño ni el tiempo que yo tardaría en destruirlos, solo quería ocultar todo aquello. Nadie debía saber el contenido de mis archivos.
Cuando un cajón por fin se salió, lo tiré al piso y descubrí que todas las tarjetas estaban pegadas. Quedé desesperado y tomé muchas tarjetas para rasgarlas… ¡No pude! Entonces tomé solo una, pero era dura como el acero ¡y no pude rasgarla! Lo pensado, lo hablado y vivido, no podía desaparecer.
Derrotado y muy cansado, regresé el cajón a su lugar, puse mi cabeza contra la pared y dejé salir un triste gemido. Fue cuando vi un archivo nuevo, como si nunca hubiera sido usado.
La perilla para jalar el cajón brillaba de tan limpia y el título decía: “Personas con las que hablé de Jesús”.
Tiré el archivo menos de 5 centímetros, pues ya se había terminado el cajón. Saqué todas las tarjetas y las pude contener entre mis dedos. En ese momento me cayeron lágrimas y comencé a llorar muchísimo; el llanto era tan profundo, que me llegó a doler el estómago y mi cuerpo temblaba. Caí sobre mis rodillas y lloré más, ¡muchísimo más!
Lloré de vergüenza, lloré de pena. Con los ojos hinchados miré la infinita pared de archivos que parecían regresarme la mirada. Todo estaba allí, toda mi vida, y pensé: ¿qué pasará con todo esto?, ¿quién sabe de toda la existencia de estos archivos que delatan mi vida? Tengo que cerrar esta sala y destruir o esconder la llave.
Cuando secaba mis lágrimas, lo vi y dije: ¡No! ¡Él no! ¡No aquí! ¡Oh, no!
Pensé, ¡podría ser cualquier persona, menos Jesús! Lo miré sin poder hacer nada, mientras Él se acercaba a los cajones. Empezó a abrirlos uno a uno e iba leyendo sus contenidos. Se imaginarán lo que pasaba por mi cabeza en ese momento: ¿Qué me sucederá?
Saber que Jesús estaba allí presente me tenía los pelos de punta… ¡Ni cómo mirarle a la cara!
Yo no veía Su reacción. Aún en los pocos momentos en que me llenaba de suficiente valor para mirar Su rostro, solo lograba ver una pena mucho más profunda que la mía. ¡Y me parecía que Él se acercaba exactamente hacia los peores títulos!
Me preguntaba: ¿Él tendría que leer tarjeta por tarjeta? Por fin, Él se volteó, se me quedó viendo desde el otro lado de la sala donde estaba. Vi en Sus ojos que sentía lástima por mí. Su mirada triste y dulce destellaba compasión y misericordia… No había enojo en Él, solo calma. Bajé la cabeza, tapé mi cara con las manos y comencé otra vez a llorar.
Él caminó hacia mí, me abrazó, pero no me dijo nada. En un momento recordé tantas veces que había experimentado su misericordia, confesando mis pecados, asistido a retiros, tantos “Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante ustedes hermanos” en las misas. No sabía si hoy tendrían algún efecto. Estaba nervioso, confundido, pero en mi corazón existía esa sensación de paz después de tantas comuniones recibidas a lo largo de mi vida. Y una vez más le pedía perdón al Señor de corazón.”
“¡Ah!, ¡Él podría haber dicho muchas cosas!, pero no abrió su boca. Simplemente lloró conmigo. Después, se levantó y fue hacia la primera fila de archivos. Abrió el primer cajón, de los que se encontraban más altos.
Sacó tarjeta por tarjeta y firmó en cada una, con su nombre. Hizo lo mismo con todos los cajones y en todas mis tarjetas. Cuando me di cuenta que asumía mis errores, grite: “¡no!” y corrí en Su dirección. Pero Él estaba decidido. Solo pude decir: “¡No!” “¡No!” pues Su nombre no debería estar allí. Eran mis errores, mis faltas, mis pecados. ¡Era Su sangre, con su puño y letra la que firmaba!
No me merecía ese acto tan grande de misericordia. Estaba comprendiendo la fealdad de todas mis faltas de correspondencia, ingratitudes, mis egoísmos, mis actos deshonestos, mis mentiras y faltas de respeto, cuántos pecados había acumulado.
Pero ahí comprendí, que Su nombre cubrió el mío. Estaba escrito con Su propia sangre. Él me miró con dolor y siguió firmando mis tarjetas. ¡Jamás me olvidaré! Ahora comprendo lo que significa lo que un día Jesús dijo: “que no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” y Jesús en ese momento lo estaba haciendo, se puso a mi lado y me miraba con mucho amor.
¡Arriba de mi firma con mi nombre, firmaba el suyo!, ¡muy rápido firmó todas mis tarjetas! ¡Fue consolador! Yo aún no lograba entender en su totalidad ese momento. Yo pensaba: ¡pero qué Amor tan grande! ¡qué grande es el Amor de Dios!
Luego, puso Su mano en mi hombro y dijo: ¡Consumado está!
Así es, al final de la vida vendrá el juicio que ya hemos de ir preparando durante la vida, minuto a minuto, como el cirio que se consume, es la Voluntad de Dios. Vamos preparando, con cuidado, con ilusión y con paz, pues El justo Juez nos dará la recompensa merecida si hemos sido fieles y perseverantes en su amor. ¡Qué bien calza ahora el refrán: “quien nada debe, nada teme”, que tiemble el que deba!” (Autor desconocido)
Es un juicio de obras, de hechos cuantitativos y de corazón, se verán nuestras intenciones y si en la vida hemos buscado agradar al Señor. “Hermanos: siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos estamos desterrados lejos del Señor, caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y tal es nuestra confianza que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida” (2 Cor. 5, 6-10).
El día del juicio no nos atreveremos a decir: “no leí la palabra de Dios, porque no tenía tiempo”, “siempre estuve a punto de comulgar o confesarme”. Estuve a punto, esa frase sobrará. El juicio será un examen y el juez será Jesucristo. Cristo ya nos ha revelado la materia para el examen final: “al atardecer de la vida me examinarán del amor”.
Nuestra vida, por tanto, debe ser una carrera que busca conquistar el mayor grado de amor a Dios y a los demás. Amor es donación. Amar es hacer lo imposible para agradar a Dios y al prójimo.
El amor respeta la libertad del otro. Cristo no nos salvará si no aceptamos entrar en su Reino. Vivamos de tal manera que, si volviéramos a nacer, elegiríamos seguir el mismo camino.
“Así terminó esta historia: me paré y Él me llevó para fuera de aquella sala. No existía cerradura en la puerta, pero aún existen muchas tarjetas en blanco para ser escritas. Esas son las tarjetas que tienes hoy para llenar de buenos pensamientos, obras y palabras. Hoy tienes una oportunidad de escribirlas bien. “Porque Dios amó a la humanidad de tal manera que dio a Su único Hijo, para que todo aquel que en Él crea, no perezca sino tenga la Vida Eterna. Porque Dios envió a Su Hijo al mundo, no para juzgarlo pero, para que el mundo fuese salvo por Él” (Juan 3, 16-17).” (Autor anónimo)