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Historias y anécdotas

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Llegó un profeta a una ciudad y comenzó a gritar, en la plaza mayor, que era necesario un cambio en la marcha del país. El profeta gritaba y gritaba y una multitud considerable acudió a escucharle, más por curiosidad que por interés. Pero, según pasaban los días, eran cada vez menos los curiosos que iban a

Se apareció el Señor a la beata Margarita de Saboya ofreciéndole en sus manos llagadas tres dones para que eligiera: calumnias, enfermedades o persecuciones. La santa pensó así. ¿Enfermedades? ¿Estar clavada al duro lecho con fiebre altísima, con una enfermedad repugnante que lentamente me vaya consumiendo, abandonada de todos por no atreverse nadie a acercarse a mí,

Estamos en el infierno. Llegan dos pecadores. Uno fue asesino; el otro, escritor de novelas pornográficas. Recibieron dos castigos diferentes: fuego intenso y rápido para el asesino; fuego lento por toda la eternidad para el escritor. Temblando, el escritor había preguntado: - ¿Por qué esta discriminación? Yo no he robado, ni matado a nadie, y se me castiga

La señora Edison decidió en una ocasión que su marido necesitaba unas vacaciones, y se lo dijo. - Pero, adónde vamos a ir? -preguntó el inventor-. Como la cuestión era salir a cualquier parte, estaba dispuesta a dejarle a él por completo la elección del sitio. - Piensa en el lugar en que te encontrarás más a gusto-le dijo-. - Lo

Cuéntase en la vida de san Francisco de Asís que, estando una vez el santo tiritando de frío y careciendo de ropa con que abrigarse por haberse hecho pobre, le dijo por burla un conocido suyo: - Francisco, véndeme una gota de sudor. El santo le contestó con mansedumbre: - No puedo, porque las he dado todas a Jesucristo.  

No te espante o retraiga la pobreza en la que acaso naciste y en que vives todavía: en la escasez y en el trabajo rudo y tesonero se han forjado los grandes caracteres de nuestra raza. Fray Luis de Granada, el hijo de una lavandera, es el príncipe de los prosistas españoles del S. XVI. Pizarro, de pastor

Un día dijo un niño a su madre: - Mamaita, tú has dicho que nada se pierde. A dónde, pues, van a parar nuestros deseos, esos que nadie ve? - A la presencia de Dios-respondió- y allí se quedan. - Ahí se quedan -repitió el niño, conmovido; luego bajó, la cabeza y, reposándola en el seno de su madre,